22 may 2021

 

La tolerancia y el arte de la duda

el legado de Sebastián Castellion

Stefania Salvadori

Con la publicación en 1936 de Castellion contra Calvino o consciencia contra violencia[1] quedaba inmediatamente en claro que Stefan Zweig quería plasmar en los protagonistas de su novela el contraste entre dos actitudes existenciales irreconciliables: el fanatismo sanguinario del reformador ginebrino frente al espíritu tolerante del humanista oriundo de Saboya. E igualmente era claro que en el contexto político europeo de aquellos años ese contraste superaba los límites puramente historiográficos y se transformaba en despiadada denuncia de un totalitarismo ya desbocado. Escrito tres años después de la toma del poder por parte del partido nazi y dos años después de que Stefan Zweig eligiera el exilio voluntario en Londres, Castellion contra Calvino fue un lúcido intento de desenmascarar la locura homicida que guiaba a Adolf Hitler, el último y más peligroso alter-ego del intolerante Juan Calvino.

Gracias a esta novela, la figura de Sebastián Castellion[2] logró salir de los estrechos límites de la investigación historiográfica, pero, como suele ocurrir, al mismo tiempo se ha deslizado hacia una estilización literaria que a menudo trivializó su mensaje. La libertad de conciencia, la convivencia de diferentes religiones o confesiones, el rechazo de la violencia son temas inherentes a la historia de la humanidad que no pueden encontrar solución práctica en la simple oposición frontal entre los dos extremos del fanatismo y la tolerancia, sino que deben ser siempre comprendidos y regulados en sus precisos mecanismos internos.[3] Si, pues, se intenta retomar la propuesta de Zweig sin entrar en el campo de la literatura, pero respetando los límites que impone una perspectiva crítica, quizá sea legítimo tratar de mirar el pensamiento de Castellion y, sin desvirtuar su ubicación histórica, extrapolar algunos conceptos centrales de su doctrina de la tolerancia que pueden seguir siendo válidos hoy en día frente a aquellos extremismos religiosos, difíciles de reducir a las categorías secularizadas de nuestra sociedad.

 

El caso Miguel Servet y el peligro de
la anarquía de las conciencias

En el centro de su novela, Stefan Zweig sitúa el caso de Miguel Servet, que de hecho representa una especie de hito en la historia de la Reforma.[4] Con la condena a muerte del médico español, culpable de haber cuestionado radicalmente el dogma trinitario, en 1553 se produjo la fractura definitiva entre quienes se mantuvieron dentro de las iglesias transalpinas institucionalizadas y compartieron el proceso de confesionalización, y quienes, en cambio, siguieron remitiéndose a una tradición humanista poco proclive a las definiciones dogmáticas y abierta a posiciones religiosas dispares. Sobre todo, estos últimos vieron cómo la ilusión de que la Reforma pudiera realmente garantizar la plena libertad de interpretación de los textos sagrados se hizo añicos con la ejecución de Miguel Servet. Como denunciaron en su manifiesto compuesto bajo dirección de Sebastián Castellion, el De haereticis, an sint persequendi (1554), con esa sentencia de muerte se encontraron ante una situación inesperada: las iglesias transalpinas también parecían traicionar el programa original de la Reforma, transformándose en órganos de control y reglamentación de las conciencias tan violentos como la "babilónica" Iglesia de Roma.

Consciente de ser calificado de tirano, incluso como nuevo "Papa de Ginebra", Calvino trató de explicar su posición como un intento de mantener el término medio entre dos extremos opuestos e igualmente peligrosos: el de la "tiranía romana", donde la Palabra se había convertido en un instrumento de ley y opresión, y el de una libertad de conciencia vacía por estar desligada de la Verdad manifestada en la Escritura. Contra los que apelaban a la misericordia indiscriminada, Calvino recordó que no sólo era necesario predicar, sino también defender la pureza de la Palabra y la unidad de la Iglesia: si se aceptara cualquier interpretación humana de la verdad divina, la comunidad de los fieles se desintegraría en una anarquía total y cada individuo podría crear su propia religión o dedicarse al ateísmo extremo. Aunque estaba dispuesto a tolerar y a corregir los errores y las opiniones divergentes sobre los detalles más oscuros de los misterios divinos, Calvino creía necesario recurrir a la pena capital contra cualquier negación obstinada de una verdad evidente -ante todo la Trinidad- que pusiera en tela de juicio la esencia de Dios, en la que se basaba la propia identidad de la comunidad de los fieles. Por ello, la Iglesia debía velar por el mantenimiento de la pura doctrina dada por Dios no sólo a través de la palabra de sus ministros, sino también a través de la espada de los magistrados.[5] Y ello porque en la perspectiva calvinista y de manera más general en el siglo XVI, el mantenimiento de una unidad social sobre la base de una clara confesión de fe era primordial para la libertad del individuo, que sólo podía subsistir dentro de los límites de una doctrina compartida y preestablecida en sus contenidos esenciales. Defender a la Iglesia de toda herejía correspondía, por tanto, a defender a la propia sociedad de elementos perturbadores peligrosos.

 

Matar a un ser humano no equivale
a defender una doctrina

Muchos se opusieron a la argumentación de Calvino, pero fueron los escritos de Sebastián Castellion -empezando por De haereticis, an sint persequendi publicado en 1554[6] - los que propusieron un desmantelamiento conceptual radical, redefiniendo los términos de la propia manifestación de la Verdad divina y reformulando la cuestión de la tolerancia dentro de un nuevo modelo gnoseológico.

El primer principio introducido por Castellion es la distinción, aún no hecha en el siglo XVI, entre las tareas asignadas al magistrado y al pastor. Frente a Calvino, que creía que incluso el poder secular tenía el deber de defender la verdadera doctrina con la espada, el humanista saboyano limita la tarea de ésta al mantenimiento del orden público en el que se basa todo tipo de sociedad, de la que la Iglesia es un tipo. El trabajo de los magistrados es proteger a los pastores y a todos los ciudadanos en general de la violencia, no combatir las ideas y reprimir las discusiones religiosas que sólo deben resolverse utilizando las Escrituras y la razón. Por lo tanto, si Miguel Servet hubiera atentado contra la vida de Calvino o de algún otro ciudadano, habría sido justamente condenado a muerte, pero como sólo buscaba una oportunidad de debate y confrontación sobre el espinoso dogma de la Trinidad, debería haber sido instruido unicamente mediante el poder de la predicación.

Matar a un hombre, concluye Castellion, nunca significa defender una doctrina, sino simplemente matar a un hombre.[7] Y esto es aún más cierto en el caso del mensaje de misericordia de Cristo, que de ninguna manera puede ser causa de violencia, so pena de una contradicción performativa irremediable. Los que dicen creer en el Evangelio, son incluso sus ministros y predicadores, y sin embargo justifican y practican la violencia; a los ojos del humanista, sólo utilizan la Palabra divina para justificar sus intereses privados, su sed de poder y riqueza.

La separación radical entre la autoridad religiosa y la autoridad política se manifiesta, por tanto, inmediatamente como ajena a toda doctrina del uso de la espada, y ello no sólo porque cualquier violencia contradiría el ejemplo de mansedumbre de Cristo, no sólo porque fe no puede imponerse desde fuera, sino también y ante todo porque la doctrina divina sólo mínimamente está definida con claridad, en tanto el resto queda librado a innumerables interpretaciones personales.

 

Blasfemia, error o interpretación legítima

Castellion relativizó radicalmente el concepto mismo de Verdad y su comprensión, argumentando que la equiparación automática y absoluta entre error y blasfemia introducida por Calvino era un peligroso malentendido. Él en cambio, propone una clara distinción entre impiedad como negación consciente y obstinada de Dios, por un lado, y, por otro, el error que se genera en el campo de la interpretación. Retomando la etimología del término "herejía" en el sentido de "opción", Castellio distingue su valor según la menor o mayor coherencia con la Palabra divina: se hace una buena elección al creer y actuar según la enseñanza de Cristo, una elección impía cuando se niega a Dios aunque se le haya conocido, una elección intermedia si se aceptan las Escrituras aunque se interpreten incorrectamente en algún pasaje. Este último fue el caso de Miguel Servet, que no negaba la Trinidad como tal, sino que interpretaba su misterio de forma burda y falsa.

El rechazo a hacer coincidir por completo el error y la impiedad se basa en una distinción entre la actividad de interpretar la Escritura y la negación malévola de Dios, a la que sigue una distinción entre la fe en el sentido general de la Palabra y su comprensión plena. En estos dos supuestos subyace un cuestionamiento de la claridad del mensaje divino tal como lo transmiten las Escrituras. A diferencia de Calvino -y con él gran parte de la Reforma- Castellion desarrolla una concepción del texto sagrado como una producción humana histórica y lingüística que no sólo sufre la corrupción natural con el paso del tiempo, sino que se propone como imperfecta ya en su misma formulación original. Esto no quiere decir que todo en ella sea relativo y corruptible, sino que su incuestionable contenido de verdad debe reducirse a unos pocos contenidos específicos -los prima principia que reconocen a un Dios y su justa actuación en el mundo- y a un mensaje general accesible a todos -el tenor scripturae que corresponde a la delineación de una práctica ética marcada por la misericordia y la justicia de Cristo. Sobre esta base siempre es posible establecer la concordia entre los fieles y constituir una comunidad cohesionada, pero cuyos contornos no son rígidos. De hecho, el resto de la Escritura puede ser objeto de diferentes interpretaciones, que son siempre legítimas en tanto sean coherentes con estos (pocos) principios fundamentales y este modelo (general) de comportamiento.

 

La razón y el proceso de comprensión de la Verdad.

Si el texto sagrado es imperfecto y, por tanto, transmite la Palabra divina sólo parcialmente, si su comprensión no queda asegurada por una iluminación interior del Espíritu, ¿cómo se puede distinguir la verdad de la herejía?, ¿a través de qué instrumentos se puede dirigir la vida para alcanzar la salvación final? Por último, ¿cómo evitar la disolución de la comunidad religiosa en una anarquía de puntos de vista no homogéneos, asegurando al mismo tiempo la plena libertad de interpretación de cada creyente? Estas son las preguntas a las que Castellion responde con una nueva doctrina gnoseológica en su último tratado, el De arte dubitandi.[8] Aunque se mantiene dentro de una visión religiosa del mundo y, en consecuencia, no puede leerse en términos puramente ilustrados o incluso secularizados, este texto constituye un punto de inflexión decisivo en la larga historia de la doctrina de la tolerancia moderna porque redefine radicalmente las formas humanas de relacionarse con la Verdad divina.

Dado que sería falso e incluso malicioso -y por tanto imposible- que Dios prometiera la vida eterna aun sabiendo que es imposible que el ser humano la alcance porque la verdad divina le resulta inaccesible, se puede deducir necesariamente que nuestro Padre celestial ha dotado al ser humano de los instrumentos necesarios para procurarse el sustento espiritual necesario, al igual que ha dotado a las aves de alas para volar en busca de alimento. Las herramientas que todos los seres humanos tienen son, para Castellio, las facultades cognitivas básicas -la duda y la fe, la ignorancia y el conocimiento- que Dios mismo instituyó para extraer de la Escritura el conocimiento necesario para lograr la salvación eterna, es decir, el conocimiento perfecto de la Verdad. Sin embargo, si esta última es una meta inalcanzable en la vida terrenal, ello no significa que su consecución pueda lograrse de una manera progresiva, precisamente adaptando de vez en cuando las capacidades gnoseológicas humanas al grado de expresión de la verdad divina.

El instrumento mediante el cual los fieles pueden elegir la actitud más adecuada para acercarse al texto sagrado es la razón filia Dei, que Castellion describe de nuevo en términos fuertemente espiritualistas, como expresión directa de la voz divina en el ser humano, antecedente por ello de toda escritura y de toda tradición. Es precisamente esta razón -profundamente histórica, natural y, sin embargo, divina, eterna- la que permite eludir toda mediación eclesiástica o escritural entre el ser humano y Dios y ofreciendo un plano neutral de comparación, en el que todo creyente tiene igual derecho a experimentar e interpretar. La experiencia religiosa guiada por la razón ya no se define, por tanto, como el efecto de una Verdad divina fija impuesta desde arriba, a la que el creyente individual debe ajustarse, sino que se configura como un intento multiforme y siempre abierto de comprender a Dios, como un descubrimiento y experimentación en progreso, del mensaje del Evangelio en el que teoría y praxis se funden por completo.

En el De arte dubitandi de Castellio, cada creyente está llamado a utilizar sus propias facultades naturales para analizar el texto bíblico, para discernir mediante el uso de la razón el grado más alto de verdad al que se le permite acceder y así obtener el pan celestial, la sana doctrina christiana, aislando sus misterios (supra sensus et intellectum) de las falsificaciones y errores introducidos por los hombres (contra sensus et intellectum). Una vez reconocidos los grados de evidencia del mensaje divino, es necesario entonces, de nuevo a través de la razón, elegir el mejor medio para acercarse a cada uno de ellos: la duda, la ignorancia, la fe o el conocimiento. Es precisamente la incapacidad -o la falta de voluntad- de distinguir los distintos grados de evidencia de la verdad divina y, por tanto, la necesidad de abordarlos con los medios gnoseológicos adecuados, el origen de toda intolerancia: la pretensión de formular ciertos juicios sobre misterios divinos incomprensibles para el ser humano, o la exigencia de una fe incondicional en detalles oscuros de la Escritura, conducen inevitablemente a la violencia como única forma de doblegar las conciencias, dado que no es posible convencerlas por la razón.

 

La dinámica de la experiencia religiosa
entre la duda, la ignorancia, la fe y el conocimiento
.

La verdadera tolerancia sólo puede definirse como consecuencia de una relación equilibrada y correcta con la Verdad divina y, por tanto, como conciencia de los límites inherentes al entendimiento humano y como imposibilidad de distinguir siempre con claridad el error de los misterios divinos o de las posibles interpretaciones de los mismos. En el caso de pasajes controvertidos, de los que no es posible deducir claramente un contenido evidente para todos, es por tanto oportuno mantener la duda y aceptar la coexistencia de diferentes interpretaciones. En el caso de los verdaderos arcanos divinos que el intelecto humano, en su debilidad, no puede captar, es necesario profesar la propia ignorancia y evitar expresar opiniones precipitadas, y mucho menos imponerlas por la fuerza a los demás. No obstante, en ambos casos, mientras no se nieguen los primeros principios y el modelo ético encarnado en Cristo, en los que se basa la concordancia de las distintas opiniones, se perjudican aspectos de la Escritura que no son necesarios para la salvación y que, por tanto, pueden dejarse a un lado sin problemas.

En los extremos opuestos del espectro están la fe y el conocimiento, que deben aplicarse en cambio al contenido necesario para alcanzar salvación eterna. A menudo hay verdades en la palabra que no se pueden describir ni demostrar claramente, pero a las que el creyente no puede renunciar. Es el caso de la promesa de la redención, de la vida eterna, de la justicia o de la resurrección de los muertos: nadie puede demostrar su veracidad ni describir todos los detalles, pero creer en estas promesas es esencial para orientar el camino humano hacia la salvación. Para Castellion, la fe es de hecho un acto libre de la voluntad humana, no un don divino. Y al mismo tiempo esa fe no es ciega ni insegura, pues aunque no conozca el contenido de las promesas, el cristiano conoce la bondad de Dios que las formuló y el mensaje de misericordia y justicia anunciado por Cristo. Precisamente en la aceptación del riesgo sin la certeza de que lo que se espera se hará realidad, precisamente en la valentía de encomendarse totalmente al Padre, la fe es digna de una recompensa y asegura la salvación. Ningún mérito, por otra parte, debe darse al conocimiento que se aplica a las verdades manifiestas casi como una adaptación necesaria del intelecto a la realidad. Sin embargo, ni la fe ni el conocimiento justifican ningún tipo de violencia; al contrario, es precisamente en su dialéctica donde la experiencia religiosa se convierte en una práctica ética marcada por la tolerancia. La dinámica entre los contenidos que se creen o se conocen (o que se dudan o se ignoran) no es de hecho estática ya que la relación del individuo con la Verdad divina es un proceso gradual de evolución y reconfiguración. El alcance del conocimiento se amplía específicamente a medida que los contenidos de la fe se experimentan en la práctica diaria y, de este modo, se comprueba que son verdaderos. Una verdad evidente -porque se experimenta- no puede creerse, sino sólo conocerse, por lo tanto allí donde termina la fe, comienza el conocimiento.

La experiencia religiosa no se expresa, por tanto, en una confesión de fe establecida de una vez por todas, sino en una praxis de vida, que es al mismo tiempo una meta que cada creyente individual puede alcanzar a través de sus facultades naturales, reconociendo sus propios límites a través de la duda y la ignorancia y adoptando -verdadera y progresivamente- el modelo de justicia y mansedumbre encarnado por Cristo a través de la fe y el conocimiento. Teoría y praxis, doctrina y ejercicio de la justicia representan los polos inseparables de un dinamismo siempre reconfigurado. Castellion nos invita así a dar un vuelco al modelo tradicional, convirtiendo al creyente en actor activo del proceso gnoseológico y situando la interpretación de la Escritura y el conocimiento de Dios en el ámbito de lo mundano, sujeto por definición a los límites y errores de la naturaleza humana. Precisamente en este amplio espacio interpretativo, en el que la prudente ignorancia protege de toda pretensión temeraria de juzgar incluso sobre lo que no puede conocerse, hay plena tolerancia para con las opiniones discordantes y misericordia para con los errores, ya que ningún ser humano puede arrogarse el privilegio de poseer un conocimiento perfecto de la Palabra divina. Ni siquiera la Iglesia, formada por meros seres humanos, puede atribuirse el derecho de establecer la Verdad y, a través de ella, condenar una opinión, sino que debe limitarse simplemente a amonestar a quienes se equivocan, a guiar a los débiles y a vigilar las discusiones doctrinales entre las diversas interpretaciones, para que nadie ejerza la violencia, pero al mismo tiempo nadie niegue de palabra o con la acción el ejemplo de Cristo.



[1] Stefan Zweig, Castellio gegen Calvin oder das Gewissen gegen die Gewalt (Castellio contra Calvino: Conciencia contra violencia - Traducción de Berta Vias Mahou, Ed. El Acantilado, 256 págs.)

[2] Para las referencias biográficas y bibliográficas esenciales basta remitir aquí a Hans R. Guggisberg, Sebastian Castellio 1515-1563. Humanist und Verteidiger der religiösen Toleranz im konfessionellen Zeitalter, Vandenhoeck & Ruprecht, Göttingen 1997.

[3] Para una perspectiva más amplia de la Modernidad temprana, véase Friedrich Vollhardt (Ed.), Toleranzdiskurse in der Frühen Neuzeit, De Gruyter, Berlín/Boston 2015.

[4] Para conocer los antecedentes históricos, véase Roland H. Bainton, Servet, el hereje perseguido, Madrid, 1973. En idioma español ver tb. George H. Williams, La reforma radical, FCE, México, 1983: págs. 32-33; 228-230; 305-308; 348-354; 372-376 y 670-678.

[5] Juan Calvino, Defensio orthodoxae fidei de sacra Trinitate contra prodigiosos errores Michaelis Serveti Hispani, Robertus Stephanus, Ginebra 1554, 29-40 (= Defensa de la fe ortodoxa sobre la sagrada Trinidad, contra los prodigiosos errores del español Miguel Servet)

[6] S. Castellione, De haereticis an sint persequendi [Si debe perseguirse a los herejes], Georg Rausch, Magdeburgo [Oporinus, Basilea] 1554.

[7] Sebastián Castellione, Contra libellum Calvini, s.e., s.l., s.d. [¿Holanda? 1612], 73. (hay traducción al español: Contra el libelo de Calvino; Ed. Instituto de Estudios Altoaragoneses, 2009; 211 págs., ISBN: 978-84-922923-4-9)

[8] Sebastiano Castellione, De arte dubitandi et confidendi, ignorandi et sciendi, editado por Elisabeth Feist Hirsch, Leiden, Brill, 1981. Para un análisis de esta obra, véase Stefania Salvadori, Sebastiano Castellione e la ragione della tolleranza, L' "ars dubitandi" fra conoscenza umana e "veritas" divina, Mimesis, Milán 2009.

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