1 mar 2011

Martin Luther King: Sabiduría, Justicia y Amor

"Eso de andar quemando seres humanos con napalm, de llenar de viudas y huérfanos los hogares de nuestra nación, de inyectar la ponzoñosa droga del odio en las venas de gente normalmente humanitaria, de devolver al hogar desde tenebrosos y sangrientos campos de batalla a hombres inválidos y destartalados psíquicamente, es algo que no se puede conciliar con la sabiduría, la justicia y el amor."

El grupo norteamericano Linkin Park editó un bellísimo último album Mil soles (A Thousand Suns) en cuyo surco 11 resuenan frases entresacadas de un discurso de Martin Luther King (*1929 - † 1968). El mismo se titula "Tiempo de romper el silencio", o también "Más allá de Vietnam…". La enorme popularidad de Linkin Park (y su concept album sobre la amenaza termonuclear) posiblemente despierte nuevo interés por las palabras de este pastor bautista y teólogo de la liberación estadounidense (premio nobel de la Paz 1964).
La revista Cristianismo y Sociedad publicada por Iglesia y Sociedad en América Latina (en Montevideo, Año VI - Nos. 16-17 diciembre 1968: tercera entrega) difundió la primera traducción al español de ese lúcido y emotivo discurso de King pronunciado en la Riverside Church de Nueva York (el 4 de abril de 1967). Hoy basta sustituir "Vietnam" por "Afghanistan" para descubrir la tremenda actualidad profética de esa ponencia de King.
A continuación ofrezco el texto, básicamente como se lo publicó por primera vez en América Latina hace 48 años (con algunos "retoques" que siguen de cerca la versión del original en inglés: www.stanford.edu/research/centers - The King Papers Project.) El audio de la versión original del discurso (fraccionado en siete secuencias) se puede escuchar íntegro en YouTube.


MAS ALLÁ DE VIETNAM

Vengo esta noche a este magnífico templo porque mi conciencia no me deja otra alternativa. Me reúno aquí con ustedes porque estoy en profundo acuerdo con los propósitos y el trabajo de la organización que nos congrega: Clérigos y laicos preocupados por Vietnam. La reciente declaración de vuestro Comité Ejecutivo refleja los sentimientos de mi propio corazón y estoy totalmente de acuerdo con la frase inicial: "Hay un momento en el cual el silencio es traición". Respecto a Vietnam para nosotros ese momento ha llegado.
La verdad de estas palabras está fuera de dudas, pero la misión a la que nos llama es muy difícil. Aún presionados por la exigencia de su verdad interior, los hombres no aceptan fácilmente la tarea de oponerse a la política de su Gobierno, especialmente en épocas de guerra. Ni tampoco el espíritu humano se levanta fácilmente contra toda esa apatía del pensamiento conformista que hay dentro de uno mismo y en el mundo que lo rodea. Más aún cuando los asuntos a resolver parecen tan confusos como lo son a menudo en este espantoso conflicto. Siempre estamos a punto de quedar paralizados por la incertidumbre: pero debemos seguir adelante.
Algunos, que ya hemos empezado a romper el silencio de la noche, nos dimos cuenta que a menudo el desafío a hablar es una vocación por la agonía. Pero debemos hablar. Debemos hacerlo con toda la humildad de nuestra limitada visión, pero debemos hablar. Y también debemos alegrarnos porque seguramente es ésta la primera vez en la historia de nuestra nación, que un número tan importante de líderes religiosos ha optado por superar un patriotismo cómodo para meterse en el difícil terreno de un disenso firme basado en los mandatos de la conciencia y la lectura de la historia. Quizá un nuevo espíritu está naciendo entre nosotros. Si así fuera, rastreemos sus movimientos y roguemos para que nuestro propio ser interior sea sensible a su guía, ya que estamos profundamente necesitados de un nuevo camino más allá de la oscuridad que parece rodearnos tan densamente.

A quién le hablo

Durante los dos últimos años, al comenzar yo a romper la traición de mis propios silencios y hablar con el sentir de mi corazón, reclamando que en forma decidida abandonáramos la destrucción de Vietnam, muchas personas me cuestionaron la sabiduría de mi camino. En sus preocupaciones asomó una fuerte y gran duda: ¿Por qué habla Ud. de la guerra, Dr. King? ¿Por qué se une a las voces del disenso? La Paz y los Derechos Civiles no se mezclan, - dicen. ¿No está Ud. perjudicando la causa de su gente?, - preguntan. Aunque a menudo comprendo el origen de su preocupación, escucharlos me entristece. Ya que con esas preguntas demuestran que no han llegado a conocerme realmente, tampoco mi compromiso ni mi vocación. Con ese tipo de preguntas también muestran que no conocen el mundo en que viven. A la luz de tan trágico malentendido, estimo de vital importancia establecer claramente, y en forma concisa, por qué creo que la senda desde la Iglesia Bautista en la Avenida Dexter -la iglesia en Montgomery, Alabama, donde inicié mi pastorado- conduce claramente hasta este santuario esta noche.
Esta noche llego a esta plataforma para hacer un apasionado llamado a mi querida nación. Este discurso no va dirigido a Hanoi o al Frente de Liberación Nacional. No se dirige a China ni a Rusia. Tampoco pretende pasar por alto la ambigüedad de toda la situación y la necesidad de una solución colectiva para la tragedia de Vietnam. Tampoco es un intento por señalarle virtudes a Vietnam del Norte o al Frente de Liberación Nacional ni de pasar por alto el papel que ellos pueden tener en una solución exitosa del problema. Aun cuando ambos pueden tener razones justificadas para desconfiar de la buena fe de los Estados Unidos, la vida y la historia dan testimonio elocuente de que los conflictos nunca se resolvieron sin un confiado dar y recibir por parte de ambos lados. Esta noche, sin embargo, no deseo hablar con Hanoi y el Frente de Liberación Nacional, sino más bien con mis conciudadanos norteamericanos.

Siete razones importantes

Como soy predicador por vocación, supongo que no sorprenderá que tenga siete importantes razones para colocar a Vietnam en el campo de mi perspectiva moral. Por empezar, hay una conexión muy obvia y hasta fácil entre la guerra de Vietnam y la lucha que yo y otros hemos estado desarrollando en Norteamérica. Hace pocos años hubo un momento resplandeciente en esa lucha. Pareció haber una promesa de esperanza real para los pobres -tanto negros como blancos- a través del Programa para la Pobreza. Hubo experimentos, esperanzas, nuevos comienzos. Luego llegó el conflicto de Vietnam y vi vaciarse y deshacerse el Programa, como si fuera un juguete político ocioso de una sociedad enloquecida por la guerra. Y supe que Norteamérica nunca invertiría los fondos ni energías necesarios para la rehabilitación de sus pobres en tanto aventuras como la de Vietnam continuaran absorbiendo hombres, habilidades y dinero como un tubo de succión demoníaco y destructor. De manera que fui empujado cada vez más a ver la guerra como un enemigo de los pobres y a atacarla como tal.
Tal vez una percepción más trágica de la realidad se dio cuando vi claramente que la guerra hacía mucho más que liquidar las esperanzas de los pobres en la patria. Estaba enviando a sus hijos, a sus hermanos y a sus esposos a pelear y a morir en proporciones extraordinariamente altas en relación al resto de la población. Estábamos llevando a jóvenes negros, que nuestra sociedad había desalentado, a doce mil kilómetros de distancia para garantizar libertades en el Sudeste asiático que ellos mismos no habían podido encontrar en el Suroeste de Georgia y en el Harlem del Este. Así, nos hemos visto repetidamente ante la cruel ironía de observar en las pantallas de TV a muchachos negros y blancos matando y muriendo unidos por una nación que ha sido incapaz de sentarlos juntos en las mismas escuelas. También los observamos en brutal solidaridad quemando chozas de caseríos pobres, pero nos damos cuenta que ellos difícilmente vivirían en la misma cuadra de Chicago. Yo no podía quedarme callado ante un manejo tan cruel de los pobres.
Mi tercera razón contra la guerra me lleva a un nivel más profundo, porque nace de mi experiencia en los ghettos del norte durante los últimos tres años, especialmente los últimos tres veranos. Mientras caminaba entre los hombres jóvenes desesperados, rechazados y enfurecidos, les decía que los cócteles Molotov y los rifles no resolverían sus problemas. He tratado de ofrecerles mi profunda empatía mientras sostenía mi convicción de que el cambio social más significativo se logra a través de la acción no violenta. Pero me preguntaron -y con toda razón-, ¿y qué ocurre en Vietnam? Me preguntaron si acaso nuestra propia nación no estaba usando dosis masivas de violencia para solucionar sus problemas, para lograr los cambios que quería. Sus preguntas calaban hondo y me di cuenta que nunca podría volver a levantar mi voz contra la violencia de los oprimidos en los ghettos sin antes hablarle sin tapujos al mayor proveedor de violencia en nuestro mundo actual: mi propio gobierno. Por el bien de esos muchachos, por el bien de este gobierno, por el bien de cientos de miles que se estremecen bajo nuestra violencia, yo no puedo permanecer en silencio.

Hablar por los débiles

Para los que preguntan "¿Acaso Ud. no es un líder de los Derechos Civiles?", queriendo así excluirme del movimiento por la paz, tengo esta otra respuesta. En 1957, cuando un grupo de nosotros formamos la Conferencia del Liderazgo de Cristianos del Sur, elegimos como lema: "Para salvar el alma de Norteamérica". Estábamos convencidos que no podíamos limitar nuestra mirada a ciertos derechos para la gente negra, si no que además afirmábamos la idea de que Norteamérica nunca estaría libre, o a salvo de sí misma, hasta tanto los descendientes de sus esclavos no hubieran perdido en su totalidad las ataduras que todavía llevan puestas. En cierto modo estábamos de acuerdo con Langston Hughes, el poeta negro de Harlem que escribió:
"Oh!, sí, lo digo claramente,
América nunca fue América para mí,
y sin embargo hago este juramento:
América lo será!"
Debería ahora estar absolutamente claro que todo aquel que hoy sienta alguna inquietud por la integridad y la vida de Norteamérica no puede ignorar la guerra en curso. Si el alma de Norteamérica quedara totalmente envenenada, parte de la autopsia dirá: Vietnam. Jamás se la podrá salvar mientras destruya las esperanzas más hondas de los hombres en el mundo entero. Aquellos que todavía estamos decididos a que "América lo será", marchamos por el sendero de la protesta y el disenso, trabajando por la salud de nuestra tierra.
Como si el peso de tal compromiso por la vida y el bienestar de Norteamérica no fuera suficiente, otra responsabilidad me fue impuesta en 1964; y no puedo olvidar que el Premio Nobel de la Paz fue un encargo para trabajar aún más intensamente por la hermandad de los seres humanos. Es un encargo que me lleva más allá de lealtades nacionales. Pero incluso si no existiera tal encargo, yo igual tendría que vivir mi compromiso con el ministerio de Jesucristo. Para mí la relación de ese ministerio con el trabajo por la paz es tan obvio que a veces me sorprende que me pregunten por qué hablo contra la guerra. ¿Puede ser que no sepan que la Buena Nueva fue trasmitida para todos los hombres -para los comunistas y los capitalistas, para sus hijos y los nuestros, para los negros y los blancos, para revolucionarios y conservadores? ¿Se han olvidado que mi ministerio es en obediencia a Aquel que amó tanto a sus enemigos que murió por ellos? ¿Qué puedo, por lo tanto, decir al Viet-Cong o a Castro o a Mao como fiel ministro de Aquel? ¿Debo amenazarlos de muerte o acaso no debería compartir con ellos mi vida?
Finalmente, mientras trato de explicarles a ustedes y a mi mismo la senda que lleva desde Montgomery hasta este lugar, el argumento más convincente sería decir simplemente que debo serle fiel a mi convicción, de que con todos los seres humanos comparto el llamado a ser hijo del Dios viviente. Más allá del llamado de la raza o de la nación o credo, está esa vocación de filiación y hermandad. Porque creo que el Padre está profundamente preocupado, especialmente por sus hijos sufridos, desvalidos y excluidos, es que esta noche vengo a hablar por ellos. Éste creo es el privilegio y la carga que pesa sobre todos los que nos sentimos atados por alianzas y lealtades más amplias y profundas que el nacionalismo, y que van más allá de lo que nuestra nación define como sus metas y posiciones. Nosotros estamos llamados a hablar por los débiles, por los que no tienen voz, por las víctimas de nuestra nación y por aquellos que ella califica como enemigos, porque ningun documento humano puede hacer a estos seres menos hermanos nuestros.
Y cuando reflexiono sobre la locura de Vietnam y busco dentro mío caminos para entender y responder empáticamente, mi pensamiento constantemente deriva hacia la gente de aquella península. No hablo ahora de los soldados en ambos lados, ni de ideologías del Frente de Liberación Nacional, ni de la Junta en Saigón, sino simplemente de la gente que ha estado viviendo bajo la condena de una guerra durante casi tres décadas continuadas. También pienso en ellos porque para mi está claro que no habrá una solución que dé sentido hasta que no se haga algún intento para conocerlos y escuchar sus angustiadas voces.

Una historia trágica

Ellos deben ver a los norteamericanos como libertadores insólitos. El pueblo vietnamita proclamó su independencia en 1945 después de una ocupación combinada de franceses y japoneses y antes de la revolución comunista en China. Fueron guiados por Ho Chi Minh. Aun cuando citaron la Declaración de la Independencia Norteamericana en su propio documento de liberación, nos negamos a reconocerlos. En cambio decidimos apoyar a Francia en la reconquista de su antigua colonia. Nuestro gobierno creyó entonces que el pueblo vietnamita no estaba preparado para la independencia y otra vez caímos víctimas de la arrogancia mortal de occidente, que ha envenenado durante tanto tiempo el clima internacional. Con semejante decisión trágica rechazamos a un gobierno revolucionario que buscaba la autodeterminación y que no había sido establecido por China (por la que los vietnamitas no sienten gran simpatía), sino por fuerzas claramente autóctonas que incluían a algunos comunistas. Para los campesinos este nuevo gobierno significaba el logro de una verdadera reforma agraria, una de las necesidades más importantes en su vida.
Después de 1945, durante nueve años, le negamos al pueblo de Vietnam el derecho a la independencia. Durante ese tiempo apoyamos vigorosamente a los franceses en su abortivo esfuerzo por recolonizar Vietnam. Antes de finalizada la guerra estábamos aportando el 80 % del costo de guerra de Francia. Incluso antes de ser vencidos en Dien Bien Phu, los franceses habían empezado a dudar de su temeraria acción; pero nosotros no. Con nuestro amplio suministro financiero y militar los estimulamos a continuar la guerra aun después de que ellos ya habían perdido la voluntad de hacerlo. Muy pronto estaríamos pagando el costo total de ese trágico intento de recolonización.
Vencidos los franceses, pareció que la independencia y la reforma agraria llegarían a través de los acuerdos de Ginebra. En lugar de eso llegaron los Estados Unidos, decididos a que Ho no unificara la nación temporariamente dividida y a que los campesinos volvieran a mirar cómo apoyábamos a uno de los dictadores modernos más corruptos, nuestro elegido: el premier Diem. Los campesinos miraban y temblaban mientras Diem incansablemente eliminaba de raíz toda oposición, apoyaba a los terratenientes extorsionadores y se rehusaba siquiera a discutir la reunificación con el Norte. Los campesinos miraban como todo esto era supervisado por la influencia de Estados Unidos y luego por un número en aumento de tropas de los Estados Unidos, que llegaban para ayudar a sofocar la rebelión que habían generado los métodos de Diem. Cuando Diem fue destituido debieron sentirse felices, pero la larga lista de dictadores militares que siguió no ofreció cambio alguno, especialmente en cuanto a sus necesidades de tierras y paz.
El único cambio llegaba de Norteamérica a medida que íbamos incrementando el número de tropas comprometidas en apoyar a gobiernos particularmente corruptos, ineptos y sin base popular. Todo esto mientras la gente leía nuestros panfletos y recibía regularmente nuestras promesas de paz y democracia y de reforma agraria. Ahora languidecen bajo nuestras bombas y nos consideran a nosotros -no a sus compatriotas vietnamitas- como el verdadero enemigo. Se mueven triste y apáticamente a medida que los sacamos de la tierra de sus padres y los metemos en campos de concentración, donde raramente se cubren los requisitos sociales mínimos. Saben que si no se ponen en movimiento los destruyen nuestras bombas.
Por lo tanto van, principalmente las mujeres, los niños y los ancianos. Observan cómo les envenenamos el agua y destrozamos un millón de acres de sus cosechas. Obligados a sollozar mientras las aplanadoras rugen a través de sus tierras destruyendo sus valiosos árboles. Van a los hospitales en proporción de por lo menos veinte heridos causados por bombardeos americanos por cada herido que causa un vietcong. Hasta el momento debemos haber matado un millón de vietnamitas, mayormente niños. Van a las ciudades y ven a miles de niños sin hogar, sin ropas, corriendo por las calles como manadas de animales. Ven a los niños humillados por nuestros soldados cuando mendigan comida. Ven a los niños vendiendo a nuestros soldados a sus hermanas, que piden por sus madres.
¿Qué piensan los campesinos cuando nos aliamos con los terratenientes y nos rehusamos a llevar a la práctica nuestra plétora de palabras sobre reforma agraria? ¿Qué piensan cuando en ellos probamos nuestras armas de última generación, así como los alemanes probaban sus nuevas medicinas y torturas en los campos de concentración europeos? ¿Dónde están las raíces del Vietnam independiente que decimos estar construyendo? ¿Están entre éstos que no tienen voz?
Hemos destruido sus dos instituciones más queridas: la familia y la aldea. Hemos destruido sus campos y sus cosechas. Hemos cooperado en el aplastamiento de la única fuerza revolucionaria política no comunista de la nación, la Iglesia Budista Unificada. Hemos apoyado a los enemigos de los campesinos en Saigón. Hemos corrompido a sus mujeres y a sus niños y matado a sus hombres.
Ahora queda poco sobre lo cual construir, excepto amargura. Pronto los únicos edificios físicamente sólidos se encontrarán en nuestras bases militares y en el cemento de los campos de concentración que nosotros llamamos aldeas fortificadas. Los campesinos bien pueden preguntarse si planeamos construir nuestro nuevo Vietnam sobre bases como éstas. ¿Podemos culparlos por pensamientos semejantes? Nosotros debemos hablar por ellos y plantear las preguntas que ellos no pueden pronunciar. También ellos son hermanos nuestros.

Dónde está la violencia

Tal vez la tarea más difícil, pero no menos necesaria, sea la de hablar por aquellos que han sido calificados como nuestros enemigos. ¿Qué sucede con el Frente de Liberación Nacional, ese extraño grupo anónimo que llamamos VC [Viet-Cong] o comunistas? ¿Qué pensarán de los Estados Unidos de Norteamérica sabiendo que permitimos la represión y la crueldad de Diem, que ayudó a que cobraran forma de grupo de resistencia en el sur? ¿Qué pensarán de nuestra aprobación de la violencia que los empujó a ellos a tomar las armas? ¿Cómo pueden creer en nuestra integridad cuando ahora hablamos de la agresión desde el Norte como si no hubiera otros motivos esencial para la guerra? ¿Cómo pueden confiar en nosotros cuando ahora los acusamos de usar la violencia después del reinado criminal de Diem, y cómo los acusamos de emplear violencia si nosotros derramamos cada nueva arma de muerte sobre su tierra? Es cierto que debemos entender sus sentimientos, aún cuando no aprobemos sus acciones. Ciertamente debemos ver que los individsuos que nosotros apoyamos los llevaron a la violencia. Ciertamente debemos ver que nuestros propios planes y cálculos de destrucción simplemente hacen empequeñecer las grandes acciones de ellos. ¿Cómo nos han de juzgar cuando nuestros jerarcas, a sabiendas de que menos del 25 % de sus miembros son comunistas, sin embargo insisten en colocarles ese nombre? ¿Qué pensarán cuando saben que estamos enterados que ellos controlan amplias regiones de Vietnam y sin embargo parecemos estar dispuestos a permitir elecciones nacionales en las que ese gobierno paralelo, políticamente muy organizado, no tendrá participación alguna? Ellos preguntan: ¿cómo podemos hablar de elecciones libres cuando la prensa en Saigón es censurada y controlada por la Junta Militar? Y sin duda tienen derecho a estar sorprendidos preguntándose qué clase de nuevo gobierno planeamos formar sin ellos, que son el único partido en verdadero contacto con los campesinos. Cuestionan nuestros propósitos políticos y niegan validez a los acuerdos de paz de los cuales ellos quedarían excluidos. Sus preguntas son terriblemente pertinentes. ¿Acaso nuestra nación planea volver a sentar bases sobre un mito político, para luego sostenerlo con el poder de una nueva violencia?
Aquí está el verdadero significado y valor de la empatía y la no violencia: que nos ayude a conocer el punto de vista del enemigo, a oir sus preguntas y a conocer sus impresiones sobre nosotros. Porque desde ese punto de vista ciertamente podremos ver la debilidad esencial de nuestra propia condición y si tenemos madurez podemos aprender, crecer y aprovechar la sabiduría de los hermanos que están del lado opuesto.
Algo similar ocurre con Hanoi. En el norte donde nuestras bombas perforan la tierra y nuestras minas convierten en peligrosos los canales, nos sale al encuentro una profunda pero comprensible desconfianza. Hablar por ellos implica explicar esta falta de confianza en las palabras de occidente y especialmente en las actuales intenciones de los Estados Unidos. En Hanoi están los hombres que guiaron a la nación a la independencia en contra de los japoneses y los franceses, los hombres que buscaron ser miembros de la mancomunidad francesa y que fueron traicionados por la debilidad de París y los caprichos de los ejércitos coloniales. Fueron ellos quienes condujeron una segunda lucha contra la dominación francesa a un costo tremendo y luego en Ginebra fueron persuadidos a entregar la tierra que ellos controlaban entre los paralelos 13 y 17, a manera de medida temporaria. Después de 1954 nos vieron conspirar con Diem para impedir elecciones que seguramente hubieran llevado a Ho Chi Minh al poder en un Vietnam unificado y se dieron cuenta que nuevamente habían sido traicionados. Cuando preguntamos por qué no se avienen a negociar, debemos recordar estas cosas.
También debe quedar claro que los líderes de Hanoi consideraron la presencia de tropas americanas apoyando al régimen de Diem como inicio de una violación de los acuerdos de Ginebra respecto a tropas extranjeras. Nos hacen recordar que ellos recién empezaron a enviar tropas en cantidades mayores e incluso suministros al sur cuando las fuerzas americanas llegaron a ser decenas de miles.
Hanoi nos recuerda como nuestros líderes rehusaron decirnos la verdad sobre los primeros intentos de paz provenientes desde Vietnam del Norte, como nuestro Presidente proclamó que no existía ninguno, cuando en realidad habían sido formulados claramente. Ho Chi Minh ha visto como Norteamérica hablaba de paz pero aumentaba sus fuerzas y ahora seguramente habrá oído los crecientes rumores internacionales sobre planes de invasión al Norte por parte de Estados Unidos. Sabe que el bombardeo aereo y terrestre, que la colocación de minas que estamos haciendo, forman parte de una tradicional estrategia previa a toda invasión. Tal vez únicamente su sentido del humor y de la ironía le sirvan de ayuda cuando oyen hablar de agresión a la nación más poderosa del mundo, mientras ésta derrama miles de bombas sobre una nación pobre y débil a doce mil kilómetros de distancia de sus propias costas.
A esta altura deseo aclarar que en los últimos minutos, mientras trato de dar una voz a los que no tienen voz en Vietnam e intento comprender los argumentos de aquellos a los que se califica como enemigos, estoy tan profundamente preocupado como cualquiera lo está por la suerte que corren nuestras tropas en Vietnam. Porque se me ocurre que a lo que las estamos sometiendo en Vietnam no es sólo al proceso de brutalización como ocurre en toda guerra, cuando ejércitos se enfrentan buscando destruirse. A ese proceso de muerte le estamos agregando cinismo, porque nuestros soldados al cabo de un breve período de permanencia, deben saber que ninguna de las cosas por las cuales afirmamos estar peleando están en juego realmente. Al poco tiempo deben estar al tanto que su gobierno los ha mandado a una lucha entre vietnamitas y el más versado incluso se dará cuenta que nosotros estamos del lado de los ricos y de los que están a salvo, mientras que a los pobres les creamos un infierno.

Profunda derrota psicológica y política

De alguna manera esta locura debe cesar. Debemos detenernos ya. Hablo como un hijo de Dios y hermano del pobre que sufre en Vietnam. Hablo por aquellos cuya tierra se está convirtiendo en desolación, cuyas casas están siendo destruidas, cuya cultura está siendo horadada. Hablo por los pobres de Norteamérica que están pagando el doble precio de esperanzas aplastadas en casa y muerte y corrupción en Vietnam. Hablo como un ciudadano del mundo, porque el mundo siente espanto cuando ve el camino que hemos tomado. Como alguien que quiere a Norteamerica hablo a los líderes de mi propia nación. La iniciativa de impulsar esta guerra es nuestra; la iniciativa de pararla tiene que ser nuestra.
Este es el mensaje de los grandes líderes budistas de Vietnam. Hace poco uno de ellos escribió las palabras que cito a continuación: "Cada día de guerra que pasa incrementa el odio en los corazones de los vietnamitas y en los corazones de aquellos con instinto humanitario. Los norteamericanos están forzando incluso a sus amigos a convertirse en sus enemigos. Es curioso que los americanos que calculan tan cuidadosamente las posibilidades de una victoria militar, no se den cuenta que mientras tanto están incurriendo en una profunda derrota psicológica y militar. La imagen de Norteamérica nunca volverá a ser la imagen de revolución, libertad y democracia sino la imagen de violencia y el militarismo".
Si continuamos, ni en mi mente ni en la mente del mundo habrá duda alguna en cuanto a que no tenemos intenciones honorables en Vietnam. Si no paramos inmediatamente nuestra guerra contra el pueblo de Vietnam, el mundo no tiene otra alternativa que verlo como algún juego espantoso, torpe y mortífero que hemos decidido atender. El mundo ahora reclama a Norteamérica una madurez que quizás no sea capaz de lograr. Exige que admitamos que nos equivocamos desde el principio de nuestra aventura en Vietnam , que hemos perjudicado la vida del pueblo de Vietnam. El problema está en que debemos cambiar completamente nuestro camino actual. Para expiar nuestros pecados y errores en Vietnam, debemos tomar la iniciativa de detener esta guerra trágica.

Cinco puntos concretos

Quiero sugerir cinco puntos concretos que nuestro gobierno debería cumplir inmediatamente para empezar el largo y difícil proceso de salirnos de este conflicto pesadillezco.
1. - Poner fin a los bombardeos en el Norte y Sur de Vietnam.
2. - Declarar un cese de fuego unilateral con la esperanza de que ello genere un clima propicio para negociaciones.
3. - Tomar medidas inmediatas para impedir más campos de batalla en el Sudeste asiático, frenando nuestros preparativos militares en Thailandia y nuestra interferencia en Laos.
4. - Aceptar con sentido de realidad que el Frente de Liberación Nacional tiene amplio apoyo en Vietnam del Sur y que por lo tanto debe desempeñar un rol en cualquier negociación importante y en cualquier futuro gobierno de Vietnam.
5. - Establecer una fecha en la que habremos retirado todas las tropas extranjeras de Vietnam, dando cumplimiento al Acuerdo de Ginebra de 1954.
Parte de nuestro compromiso a futuro bien podría manifestarse ofreciendo asilo a todo vietnamés que tema por su vida bajo un nuevo régimen que incluya al Frente de Liberación Nacional. Luego debemos realizar las reparaciones que podamos como contrapartida por los daños que hemos ocasionado. Debemos proveer la ayuda médica tan necesaria, poniéndola a disposición en ese país si fuera requerida. Mientras tanto tenemos una tarea permanente en las iglesias y sinagogas, urgiendo a nuestro gobierno a desenredarse de un involucramiento tan lastimoso. Debemos seguir elevando nuestras voces y nuestras vidas mientras nuestra nación persista en sus perversos propósitos en Vietnam. Debemos estar preparados para combinar acciones con palabras, buscando la mayor creatividad posible en cuanto a métodos de protesta.
A la par de aconsejar a los hombres jóvenes en lo que hace al servicio militar, debemos aclararles el papel de nuestra nación en Vietnam y desafiarlos a optar por la alternativa de una objeción de conciencia. Tengo la satisfacción de decir que este es el camino elegido acualmente por más de setenta estudiantes de la universidad donde yo mismo curse estudios, el Morehouse College. Y se lo recomiendo a todos los que entienden que el camino de Norteamerica en Vietnam es deshonroso e injusto. Más aún, quisiera mover a todos los pastores en edad de conscripción militar, a renunciar a su eximición por religiosos y preferir ser objetores de conciencia. Estos son tiempos de opciones verdaderas en lugar de opciones falsas. Es el momento de poner en línea nuestras vidas, si nuestra nación ha de sobrevivir su propia necedad. Cada persona de convicciones humanas debe decidir que tipo de protesta condice mejor con ellas, pero todos debemos protestar.

Más allá de Vietnam

Hay algo de seductor en parar aquí y remitirnos a todos, a lo que en ciertos círculos se ha llegado a convertir en una crusada popular en contra de la guerra en Vietman. Yo digo que debemos meternos en esa lucha pero ahora quiero seguir diciendo algo todavía más perturbador. La guerra en Vietnam no es más que un síntoma de una enfermedad mucho más profunda dentro del espíritu norteamericano, y si negamos esta simple realidad todavía vamos a estar organizando grupos de "clérigos y laicos preocupados" durante la próxima generación. Estarán preocupados por Guatemala y Perú. Estarán preocupados por Thailandia y Camboya. Estarán preocupados por Mozambique y Africa del Sur. Estaremos organizando marchas por éstos y por una docena de nombres más y participando sin fin de acciones, a menos que haya un profundo cambio en la vida y la política de Norteamérica. Por lo tanto, estas reflexiones nos llevan más allá de Vietnam, pero no más allá de nuestra vocación por ser hijos del Dios viviente.

Una revolución de valores

En 1957 un sensible militar norteamericano sirviendo en el exterior dijo que en una revolución mundial nuestro país estaba del lado. Durante los últimos diez años hemos visto surgir un esquema de supresión con el que ahora se justifica la presencia de asesores militares en Venezuela. Esta necesidad de mantener estabilidad social con la mira puesta en nuestras inversiones justifica la acción contrarrevolucionaria de fuerzas norteamericanas en Guatemala. Además nos dice porqué los helicópteros americanos están siendo usados contra las guerrillas en Colombia y porqué el napalm norteamericano y los boinas verdes ya están actuando contra los rebeldes en el Perú.
Teniendo presente todo esta actividad cobran actualidad las palabras que pronunció el fallecido John F. Kennedy. Hace hace cinco años dijo: "Aquellos que hacen imposible la revolución pacífica, harán inevitable la revolución violenta". Más y más, por elección o por accidente, este es el papel que asumió nuestra nación: el papel de los que hacen imposible la revolución pacífica por rehusarse a abandonar los privilegios y los placeres que provienen de inmensas ganancias que generan inversiones en el exterior. Estoy convencido que si deseamos ubicarnos del lado correcto de la revolución mundial, como nación debemos aceptar una revolución radical de nuestros propios valores. Debemos comenzar rápidamente a dejar de ser una sociedad que se orienta hacia lo material y convertirnos en una sociedad que se orienta hacia las personas. Cuando las máquinas y las computadoras, el lucro y los derechos de propiedad son considerados más importantes que la gente, el gigantescto trípode que se sostiene en el racismo, el extremado materialismo y el militarismo no puede ser superado.
Una verdadera revolución de valores pronto nos llevará a cuestionar la equidad y justicia de nuestra política presente y pasada. Por un lado estamos llamados a ser el Buen Samaritano en el borde del camino de la vida; pero esa únicamente podrá ser un acción inicial. Un buen día tendremos que ver que todo el camino a Jericó debe ser modificado, para que los hombres y mujeres no sean constantemente víctimas de golpes y robos mientras realizan su viaje por la autopista de la vida. Compasión verdadera consiste en más que arrojarle una monedita al que mendiga. Compasión verdadera es la que se da cuenta que un edificio que produce mendigos necesita ser reestructurado.

Estas son épocas revolucionarias

Una verdadera revolución de valores pronto mirará con desazón el contraste estridente que hay entre pobreza y riqueza. Con justificada indignación mirará más allá de los mares y verá a capitalistas occidentales invirtiendo grandes sumas de dinero en Asia, Africa y América del Sur sólo para retirar ganancias y sin preocuparse por una mejora social de los países, y dirá: "Esto no es justo". Mirará nuestras alianzas con los terratenientes en América del Sur y dirá: "Esto no es justo." La arrogancia occidental de sentir que todo lo puede enseñar a otros, sin que nada deba aprender de ellos, "no es justa".
Una verdadera revolución de valores echará mano al orden mundial y dirá de la guerra: "Esta modalidad de solucionar diferencias no es justa". Esto de andar quemando seres humanos con napalm, de llenar de viudas y huérfanos los hogares de nuestra nación, de inyectar la ponzoñosa droga del odio en las venas de gente normalmente humanitaria, de devolver al hogar desde tenebrosos y sangrientos campos de batalla a hombres inválidos y destartalados psiquicamente, no es algo que se pueda conciliar con la sabiduría, la justicia y el amor. Una nación que año tras año gasta más dinero en defensa militar que en programas de mejoras sociales, se está aproximando a una muerte espiritual.
Norteamérica, la nación más rica y poderosa del mundo, puede muy bien señalar el camino de esta revolución de valores. No hay nada, excepto un trágico deseo de muerte, que nos impida reordenar nuestras prioridades de manera que la búsqueda de paz prevalezca sobre la búsqueda de la guerra. No hay nada que nos impida ir moldeando con manos ajadas un status quo recalcitrante hasta haberlo transformado en una hermandad.
Esta clase de revolución positiva de valores es nuestra mejor defensa contra el comunismo. La guerra no es la respuesta. El comunismo nunca será vencido por medio de bombas atómicas o armas nucleares. No nos unamos a los que gritan "guerra!", los que movidos por pasiones erráticas presionan a los Estados Unidos para que abandonen las Naciones Unidas. Estos tiempos reclaman sabias limitaciones y sereno raciocinio. No debemos encerrarnos en un negativo anticomunismo sino realizar una positiva ofensiva de democracia, dándonos cuenta que nuestra defensa más grande contra el comunismo es tomar la iniciativa en beneficio de la justicia. Mediante la acción positiva debemos eliminar las condiciones de pobreza, inseguridad e injusticia que son la tierra fértil donde crece y se desarrolla la semilla del comunismo.
Estas son épocas revolucionarias. En todo el mundo los hombres se levantan contra viejos sistemas de explotación y opresión; desde las entrañas de un mundo frágil están naciendo nuevos sistemas de justicia e igualdad. La gente desnuda y descalza se está levantando como nunca lo había hecho antes. "La gente que andabe en tinieblas, ha visto una gran luz" [Isaías 2,9]. Nosotros, en el occidente, debemos apoyar estas revoluciones. Es una pena que a causa del confort, la complacencia, un mórbido temor al comunismo y nuestra predisposición a acostumbrarnos a la injusticia, las naciones occidentales, quetanto iniciaron del espíritu revolucionario espiritual del mundo moderno, ahora se hayan convertido en el santuario de los archi-, anti-revolucionarios. Esto ha llevado a muchos a pensar que únicamente el marxismo tiene un espíritu revolucionario. Por lo tanto, el comunismo es un jucio en cuanto a nuestro fracaso en el logro de una democracia real y de una continuación de las revoluciones que iniciamos. Nuestra única esperanza actualmente consiste en nuestra habilidad de retomar el espíritu revolucionario y salir por un mundo a veces hostil, declarándole enemistad eterna a la pobreza, al racismo y al militarismo. Con este poderoso compromiso desafiaremos audazmente el status quo y las conductas injustas, apresurando así el arribo del día en que "todo valle será alzado y toda montaña y collado bajado; y todo lo torcido sea enderezado y todo lo áspero allanado" [Isaías 40,4].
Una genuina revolución de valores, en último término, significa que nuestras lealtades deben convertirse en ecuménicas más que en sectoriales. Toda nación debe desarrollar primero una lealtad hacia la humanidad en su totalidad, para preservar lo mejor dentro de cada una de las sociedades.
Este llamado mundial al compañerismo, que eleva el problema de la solidaridad más allá de la tribu, raza, clase o nación de cada cual, es en realidad un llamado al abrazo extenso y amor incondicional hacia toda la humanidad. Este concepto, tan frecuentemente mal interpretado y tan rápidamente rebatido por los Nietzches del mundo, como una fuerza débil y cobarde, se ha convertido ahora en una necesidad absoluta para la supervivencia del hombre. Cuando hablo del amor no estoy hablando de cierta reacción sentimental y débil. Estoy hablando de esa fuerza que todos las grandes religiones han considerado como el supremo principio unificador de la vida. El amor es de cierta manera la llave que abre la puerta que conduce a la realidad última. Esta creencia hindú-mahometano-cristiano-judeo-budista sobre la realidad última, está resumida en forma hermosa en la primera epístola de San Juan: "Amémonos unos a otros, porque el amor es de Dios.Y todo el que ama, nació de Dios, y conoce a Dios. El que no ama, no ha conocido a Dios; porque Dios es amor."[1 Juan 4,7s] "Si nos amamos unos a otros. Dios permanece en nosotros, y su amor se ha perfeccionado en nosotros" [1 Juan 4,12].
Tengamos la esperanza que este espíritu se convierta en un orden del día. No podemos seguir venerando al dios del odio o arrodillarnos ante el altar de la venganza. Los océanos de la historia traen mar de fondo por las contínuas mareas de odio. La historia está repleta de naufragios de naciones e individuos que siguieron esta senda de autoderrota que es el odio. Como dice Arnold Toynbee: "El amor es la suprema fuerza que nos hace elegir entre la posibilidad salvífica de la vida y lo bueno, contra la opción condentoria de la muerte y la maldad. Por consiguiente la primera esperanza en nuestro inventario debe ser que el amor habrá de tener la última palabra".
Actualmente nos enfrentamos al hecho de que el mañana es hoy. Nos enfrentamos a la urgencia extrema del ahora. En el rompecabezas de la vida y de la historia hay algo que se da en llamar demasiado tarde. La pereza y la vacilación siguen siendo los ladrones del tiempo. A menudo la vida nos deja parados a la intemperie, desnudos y cabizbajos junto a la oportunidad que desaprovechamos. La marea en en cuestiones humanas no se mantiene en creciente - hay bajamar. Debemos gritar desesperadamente pidiendo al tiempo que haga una pausa en su marcha, pero el tiempo es sordo a toda demanda y sigue transcurriendo. Sobre los huesos blanquecinos y los deshechos entreverados de muchas civilizaciones se leen las palabras patéticas Demasiado tarde. Hay un libro invisible de la vida que registra fielmente nuestra lucidez y nuestra negligencia. Omar Khayyam tiene razón: "El dedo que escribe se mueve, y habiendo escrito avanza".
Todavía tenemos hoy la posibilidad de elegir: coexistencia no violenta o mutuo aniquilamiento violento. Debemos convertir en acción los indecisos titubeos del pasado. Debemos hallar nuevos caminos para hablar de paz en Vietnam y de justicia en el mundo que se está desarrollando, el mundo lindero ante nuestras puertas. Si no actuamos, con seguridad seremos arrastrados por los largos, oscuros y vergonzantes pasillos del tiempo, reservados para los que poseen el poder pero sin compasión, un poderío sin moral y la fuerza pero no la visión. Comencemos ya. Volvamos a dedicarnos a la larga y amarga pero -hermosa- lucha por un nuevo mundo. Este es el llamado a los hijos de Dios y nuestros hermanos ansiosamente están esperando nuestra respuesta. ¿Diremos que las diferencias son demasiado grandes? ¿Les diremos que la lucha es demasiado ardua? ¿Dirá nuestro mensaje que las fuerzas y los intereses norteamericanos se oponen a que ellos lleguen a desarrollar completamente sus capacidades humanas y les trasmitimos nuestro pesar? ¿O habrá otro mensaje, deseoso, esperanzado, de solidaridad con sus desgracias, de compromiso con su causa, cueste lo que cueste? La elección es nuestra y aunque la hubiéramos preferido diferente, en este momento crucial de la historia humana tenemos que elegir. Como dijo elocuentemente aquel noble poeta James Russell Lowell:

A todo hombre y nación alguna vez
Le llega el momento de decidir
En la puja de la verdad y la falsía
Por el lado del bien o el del mal
Una gran causa, el Mesías nuevo de Dios
Ofreciendo a todos florecer o marchitar
Y la elección sigue eternamente
Entre esa oscuridad y esa luz.

Aunque la causa del mal prospere
Sólo la verdad es fuerte
Aunque parte suya esté en el cadalso
Y el equívoco en del trono
No obstante, en ese cadalso se hamaca el futuro
Y detrás de lo borroso desconocido
De pie entre la sombras está Dios
Vigilando atento sobre lo que es suyo.

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